Hay un conocido dicho popular que dice “el pasto del vecino es siempre más verde”. La inmunidad del voyeur que espía secretos ajenos. La autora reflexiona sobre las formas en que tramitamos deseos, pasiones y escándalos de otros, pero siempre desde la intimidad segura de nuestros dispositivos.
Rocío Rovner*
Hay accidentes que nos encantan. Hay desastres que, por alguna razón, no podemos dejar de mirar. Simplemente nos fascinan. Bajamos la velocidad si vamos en la ruta y pegamos la nariz a la ventana del colectivo. También disfrutamos de llegar al trabajo y reírnos con nuestros compañeros de estas catástrofes, de los chats bien subidos de tono que se filtraron en twitter la noche anterior. Los leemos en voz alta, nos imaginamos a Diego Brancatelli escondido en el baño, con el celular en no molestar y mandando fotos bombita a una mujer que no es su esposa.
¿Qué es lo que nos gusta tanto de los escándalos? ¿Por qué una conversación privada entre un periodista y su amante genera tanta cobertura mediática y horas de streaming? ¿Qué placer obtenemos al espiar la intimidad de dos personas públicas? ¿Qué nos causa tanta gracia del lenguaje propio de lo privado?
A todos nos gusta el chisme. Conocemos historias nuevas y viejas de amantes, mentiras e infidelidades de la farándula, de la política y de las figuritas de redes sociales más fondo de olla. Sin dificultad el lector, aunque se haga el que no, podrá recordar el drama del ex futbolista Diego Latorre y Natacha Jaitt que ofendió a la familia tradicional; o la discusión sobre la existencia del triángulo entre Fede Bal, Florencia de la V y Lourdes Sánchez; o el tiro de gracia a la institución presidencial que fue la filtración del video de Tamara Pettinato y Alberto Fernández en casa de Gobierno durante la pandemia. Mención aparte para la constancia de Wanda Nara en la publicación por capítulos de la batalla contra su ex pareja, Mauro Icardi.
Beatriz Sarlo decía, en La intimidad pública, que el chisme y el rumor tienen poderes similares. Nos dejan ver, de modo fascinante, que las celebrities son tan vulgares como nosotros, su público. Formamos parte de la misma especie.
El caso que nos inspira podría formar parte del género “chats calientes filtrados” o el clásico “rumores de infidelidad” entre famosos. Diego Brancatelli y Luciana Elbusto fueron el centro de atención debido a la difusión de una supuesta conversación entre ambos. Estos chats cumplen con las restricciones del género: se trata de dos personas más o menos conocidas, que suscitan distintas opiniones entre la audiencia; se desconoce la fuente que publica los contenidos; emerge una defensa torpe y una posterior desmentida; hay daños colaterales -conyugales y familiares- a la vez que burla y escarnio público para los participantes.
Además, las capturas de las conversaciones entre los infieles, con graciosas expresiones de alto voltaje, nos recuerdan que desde hace ya varios años, tanto en los medios masivos como en las redes sociales, no queda nada de la vida íntima sin revelar. En los clásicos programas de chimentos, alcanzaba con poner delante de alguien una cámara y un micrófono, hoy ni siquiera eso. Suficiente con que @XMeneM_OK publique un video con las capturas y listo, ya tenemos escándalo.
Otro síntoma de época se manifiesta en que poco importa la veracidad de los hechos. Hoy en día, en el juego de la mediatización contemporánea, una vez que estos discursos tocan el espacio digital – o lo chocan, mejor dicho – su circulación es irreversible y tiene múltiples existencias. Muchas de ellas muy entretenidas para nosotros, los voyeurs de la intimidad ajena.
Pero entonces, ¿qué es lo que tanto nos atrae?¿cómo hacemos para gozar – y estudiar- los escándalos nuestros de cada día?
Sobre esto ensayamos algunas líneas posibles:
Para chusmear sin culpa podemos, o bien posicionarnos en contra de la falta grave cometida por el transgresor, a la vez que nos indignamos por la exposición pública de la intimidad de una mujer, o bien reírnos del desgraciado y scrollear infinitamente en los chistes y las defensas inútiles de los protagonistas.
Tirando un poco más de esa cuerda, el magnetismo se explica fácil: nos fascina espiar la intimidad ajena. No sólo en la desnudez de los cuerpos sino del lenguaje que se dan los amantes. Nos encanta colarnos en ese código privado, compararnos, reírnos de los chistes internos, de las chanchadas.
Otra dimensión para pensar este placer que nos produce el chisme, es que nos alivia porque funciona como una suerte de espejo. Todos alguna vez pensamos “uf, menos mal que no me pasó a mí”.
Por último, es muy divertido burlarnos dentro y fuera de las redes sociales de alguien que se muestra caliente, deseoso y deseado. Ese es un lugar de vulnerabilidad, de asimetría, fundamental para que una pueda reírse de, burlarse colectivamente.
Para cerrar, tenemos una certeza: el escándalo pone en escena y tramita de un modo desfachatado algo que la gente de bien no se anima a hacer. Trae a nuestras conversaciones diarias el sexo y el deseo de una manera muy burda, muy soez.
Hay ahí una barrera que se levanta: si le pasó a alguien más podemos jugar una y otra vez a contar su historia, tenemos permiso para imaginar qué nos pasaría en esa situación.
Y si de contar historias se trata – porque chismosear no es otra cosa que eso – vale recordar que Dios creó primero al hombre y, de una costilla suya, a la mujer. Ambos caminaron desnudos por el Edén —como nuestros protagonistas— sin pudor ni culpa. Pero todo cambió cuando probaron el fruto del árbol del conocimiento: el hombre y la mujer abrieron los ojos y se descubrieron desnudos, expuestos, y con esto, apareció la vergüenza. Nació, con ella, el peso de la mirada ajena.
Y como no podía ser de otra manera, el hombre culpa a la mujer y lo demás es historia conocida: expulsión, castigo y la culpa repitiéndose en loop hasta hoy.
Entonces, en el final, esa risita burlona que nos brota cuando alguien es agarrado con las manos en la masa, empieza a titilar con nerviosismo. Porque recuerda —aunque no quiera— que nosotros también mandamos algún mensajito subido de tono, que podría hacernos quedar en ridículo o, peor, convertirnos en meme. Entonces nos apuramos: borramos chats, mandamos fotos bombita, activamos el modo efímero… mientras seguimos riéndonos del último escándalo de mensajes filtrados.
Porque claro, eso a nosotros no nos va a pasar. ¿No?
*Rocío Rovner
Docente de Semiótica en la carrera de Ciencias de la Comunicación (Sociales, UBA). Mail: rovner.rocio@gmail.com Ig: @rociorovner